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viernes, 29 de enero de 2010

Morrongo ( relato)

La gata de Anita había tenido gatitos, cinco, según decía uno de ellos era precioso pero su madre no le permitía quedárselo, tras convencer a la mía subí a la azotea de la casa de mi amiga y allí estaba. Su tamaño y pelaje blanco y negro contrastaba con el resto de la camada, mucho más pequeños y claros.

Iba a ser mi primera elección pero una gatita diminuta y feucha llamó mi atención, siempre he sido así, mi muñeca favorita pelona, tuerta y sin un brazo provocaba en las amistades de mi madre que me regalasen otras nuevas para sustituirla, otras que terminaban llenando la pared de mi habitación mientras yo seguía aferrada a mi pequeño deshecho de plástico. Yo la veía hermosa.

Anita con asombro no podía entender que fuese a dejar el gato por la otra, decidí arriesgarme con los dos.


Para convencer a mi progenitora usé la estrategia, coloqué sobre la mesa el precioso minino. Bastaron unos segundos para entusiasmarse con él. Llevaba un rato haciéndole mimos y fiestas cuando saqué la gatita. La negativa de mamá fue rotunda, había dicho que sólo uno. Asentí con la cabeza y le dije que devolvería el gato a mi amiga. Intentó convencerme pero aduje que el gato iba a ser mío y la elección también. Me quedaba la gata.


     - Pero si parece vomitada hija y el gato es tan lindo.


     - Me quedo la gata - insistí.
Nada como conocer la psicología de quien te ha traído al mundo. A mí siempre me fue muy útil. Por supuesto nos quedamos los dos.

En principio le llamé Pandy. Parecía un oso panda con su pelo largo y espeso y los colores y su distribución eran similares. El nombre no le duró ni un mes, mi madre tomó posesión de la criatura y comenzó a llamarle Morrongo y el elegido por mí pasó al olvido.


A medida que crecía, Morrongo se convirtió en la delicia de la casa por su encanto y sus gracias, mamá batía palmas y le daba grititos como si de un bebé se tratase. Su extraordinario tamaño no fue sólo al nacer, era un gato inmenso, anormalmente grande. La veterinaria incluso preguntó por el tamaño del padre, era la primera vez que veía un gato doméstico de esas dimensiones.

Con el tiempo, la gracia y el protagonismo de Morrongo no disminuyó, pese a ser adulto continuaba haciendo piruetas, volteretas y a erguirse sobre dos patas para hacer reír a mi madre y siempre usaba sus trucos para conseguir comida extra durante nuestras comidas. Era la debilidad de mi madre y el indiscutible protagonista de la casa.

La casa, personaje secundario de esta historia. Era un inmueble de primeros de siglo. Siempre sucedieron cosas extrañas, desde que era pequeña pero ha medida que fuí creciendo aumentó la actividad y los sucesos raros.

Aprendimos a convivir con aquello pero cuando Morrongo tenía ocho años algo cambió. Coincidió con la muerte de un vecino, ya no eran solo cosas extrañas, era la sensación de algo malo. Vivíamos con el temor sin hablarlo entre nosotras, ninguna comentaba nada, como si ese pacto de silencio pudiese conjurar lo que nos rodeaba. Una forma de quitarle importancia, de hacerlo soportable.


Esa navidad, como siempre me tocó hacer la cena de nochebuena. Los delicatessen eran asunto mío desde que a los doce años se me ocurrió improvisar una receta y salió bien. A partir de ahí, mamá decidió que los especiales eran para mí.

Preparé solomillo relleno, atado con cordón. Cuando dos días después mamá nos avisó que Morrongo esta enfermo, sospechamos que quizá lo había sacado de la basura y podía tenerlo enredado en el instestino. La veterinaria lo descartó tras una radiografia. Le hizo todo tipo de pruebas pero no daba con el mal que aquejaba al gato. Día tras día permanecía acurrucado en su cesta negándose a tomar nada. Hubo que pasar al suero para alimentarlo. Perdió peso, su cabeza que antes apenas podías abarcar con las manos parecía más pequeña. Quince días después, Morrongo no parecía ni la sombra de sí mismo. Volvimos al veterinario y dijo que era mejor sacrificarle, no sabía que tenía pero estaba claro que se moría sin remedio. Mamá dijo que no, aún podía ponerse bien y si tenía que morir le cuidaríamos hasta ese momento.

Le pinchaba suero subcutáneo tres veces al día. Para aliviarle la tiritera mamá le envolvía una bolsa de agua caliente en una toalla.


Cambiando los papeles porque se lo hacia todo encima, al ver su cabeza lasa y caída me negué a pincharle más suero. Morrongo se moría y había que aceptarlo.


Todas estábamos convencidas que sin suero no pasaría de esa noche.

A las ocho de la mañana del domingo los gritos de mi madre llamándonos nos hizo saltar de la cama. Di por sentado que se trataba de la muerte de Morrongo aunque no comprendía porque un hecho esperado causaba tanta premura en su voz. Mi hermana desde su habitación y yo desde la mía acudimos a la salita y asistimos atónitas a un espectáculo increíble. Morrongo arrastrándose intentaba llegar al comedero de la cocina, mamá se lo acercó y el gato comenzó a comer.

A partir de ese momento se puede decir que no hacia otra cosa. Mi madre para acelerar su milagrosa curación como la denominó la veterinaria la cebaba como a un pavo. Morrongo se recuperaba día a día. Veinticinco días después volvía a tener su peso y a lucir su pelo lustroso.


Volvió a sus gracias, sus volteretas por el pasillo. Mientras mi hermana reía con una de esas dijo que volvía a ser el de siempre, al ver la mueca que hice preguntó porque. Comenté que no sabía decir porque pero en Morrongo algo había cambiado. En algunos momentos en su mirada había algo, algo que me inquietaba. Mi madre al oírme dijo que era lógico, había estado al borde de la muerte y mi inquietud era solo producto de lo extraordinario de su curación. La veterinaria tampoco podía entenderlo.

El último día de febrero estábamos viendo una película con cada una de nosatras sentada en su sitio. En casa cada una tenía su asiento y su lugar. Mamá su sillón antiguo de orejas, mi hermana el sillón ancho con respaldo curvo y yo mi mecedera en el rincón. Sus parejas se encontraban en el salón que apenas se usaba al otro lado del pasillo. Toda esta mezcolanza se apiñaba en la pequeña salita de estar frente al televisor.


Vi como Morrongo saltaba al respaldo de mi madre, pasó por el de mi hermana hasta situarse en el de mi mecedora. No era extraño, algo que había visto durante años, incluso echarse a dormir en el respaldo curvo del sillón de mi hermana.

Esa noche noté algo raro, al colocarse en el mío me tensé, no sabría decir porque fui levantándome despacio e intenté alejarme, no tuve tiempo, Morrongo me saltó a la espalda atacándome con furia ciega, el hecho de estar encorvada evitó que me alcanzará el cuello, recibí tres mordiscos en el hombro y varios arañazos hasta que pudo reaccionar mi madre quitándolo de mi espalda y arrojándolo hasta la puerta de la cocina.

No podíamos dar crédito a la imagen que siguió. Morrongo inflado nos miraba amenazante con la boca abierta enseñando los dientes al tiempo que lanzaba aullidos espeluznantes. He tenido gatos toda mi vida, en la calle o en la azotea era frecuente oirles durante el celo o en peleas pero el sonido que salía de esa garganta, palabra, no lo había oído nunca. Los que habían sido unos preciosos ojos verdes, en esa cosa terrorífica eran de un amarillo ambarino.


Temblando y sin entender nada retrocedimos hasta el pasillo y cerramos la puerta. La trabamos con una silla, no tenía llave y sabíamos que Morrongo la había abierto muchas veces erguido sobre dos patas. En efecto, poco después veíamos su figura a través del cristal de roca y el movimiento de la manivela.


Refugiadas en el dormitorio de mi madre atendió mis heridas, tanto mi hermana como ella dijeron que había que acudir al hospital, además de los tres mordiscos tenías seis arañazos profundos. Las convencí de que eso era secundario, el problema era que hacíamos con el gato, mamá no dejaba de preguntarse que le había pasado.


       -  Ese no es Morrongo - dijo de pronto mi hermana - él murio esa noche, algo se apoderó de su cuerpo, algo de lo que hay en esta casa - se volvió hacia mí para añadir - Llevas semanas diciendo que le ves algo raro, algo inquietante en la mirada. Por eso te ha atacado a tí, eres la única que se ha dado cuenta.

Mamá dijo que eso eran tonterias, yo no supe que responder pero en ese momento recordé que las dos gatas que taníamos se habían quedado encerradas con el monstruo en el que se había convertido nuestro gato.


Había que ir a buscarlas, mamá armada con un látigo rígido de los usados para los toros, recuerdo de un viaje a Extremadura y yo con un bate de beisbol de mi hermana mientras ella vigilaba la puerta nos aventuramos al interior de la salita. Fue mi madre la que le hizo retroceder y lo arrinconó en la cocina, por desgracia comunicada sin puerta con la salita y lo mantuvo allí hasta que localicé a las gatas. Una vez fuera discutimos que hacer, llamar a la policía suponia que se liasen a tiros con el gato apenas viesen el tamaño y las condiciones en que estaba, o sea, un escándalo. Si hay algo que mi madre podía temer más que el animal que seguía aullando intentándo abrir la puerta, era un escándalo a la una de la madrugada. Decidimos esperar al día siguiente y llamar al ayuntamiento. Esa noche me acosté con mi hermana aunque nadie pegó ojo. Los aullidos siguieron hasta las tres y media, después silencio.


A las cinco mi hermana se quedó vencida y a las siete cuando oí a mamá levantarse, salté de la cama. Iba a darse un baño y advirtió que no se me ocurriera abrir la puerta.


No pude evitarlo, sentía curiosidad. Quité la silla y despacio abrí una rendija de la puerta, allí frente a mi, en el sillón de orejas Morrongo levantó la cabeza con su mirada verde bondadosa y maulló a modo de saludo. Entré despacio y él con suavidad saltó al suelo y comenzó a restregarse por mis piernas.


Fui hasta la despensa a por el trasporte con el gato tras mis pasos, abrí la puerta y le insté a entrar. Lo hizo sin resistencia. Mamá salía en ese momento del baño me miró con interrogante sorpresa.


       - Esta mañana es él. Ha entrado solo.

Le llevamos a la veterinaria. Con los ojos arrasados le vimos dormirse en segundos. Agradecimos que nos pidiera el cuerpo, no hubíeramos sabido que hacer con él. Quería enviarlo a la facultad de veterinaria para una autopsia y para investigación de ese extraordinario tamaño.

La espalda me dolía horrores. Nos acercamos a urgencias. Al mostrarla quedaron sorprendidos por la profundidad de las heridas, ahora inflamadas.


      - ¿ Un gato dice? - respondió el médico - Pero ¿ Qué tenían en casa?


Los resultados de la autopsia llegaron unos meses después, decía que sus órganos estaban sanos y no encontaban explicación a la enfermedad ni al comportamiento posterior.

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