lunes, 30 de noviembre de 2009

El abuelo.

El abuelo





Mis recuerdos son de cuando ya se había quedado ciego, sentado en su mecedora con una radio de los cincuenta en una repisa sobre su cabeza. Murió cuando yo era adolescente pero la imagen que perdura grabada en mi memoria es de más pequeña, cuando con cinco o seis años me acercaba y le daba un beso.

- Siéntate aquí niña – decía señalándome el escabel.

Me sentaba y él no decía nada, permanecía quieta mirándole a veces, compartiendo su silencio mientras me acariciaba con lentitud la cabeza. Captaba en ese gesto mudo que quería trasmitirme algo, era capaz de percibir aún en mi corta edad la transcendencia de ese silencio, hasta que mi impaciencia infantil me obligaba a pedir con voz tímida.

- ¿ Puedo marcharme ya abuelo?.

- Claro niña, vete a jugar.

Fue después de su muerte cuando conocí su historia, mi historia. El abuelo había sido un rojo, luchó en el bando republicano. Fue prisionero y estuvo en la lista del paredón y se libró en la víspera por un indulto franquista. Mi abuelo fue de los que perdió la guerra.

Mucho me hizo pensar su historia y mas que ella su silencio, me costó entender porque no me la legó antes, porque no pude tener la oportunidad de preguntar y obtener de viva voz un relato de los acontecimientos y fue ahí cuando comprendí que trasmitía ese silencio.

Había sido un legado de generosidad, de ausencia de egoísmo. Las guerras no terminan si se trasmiten, entran en un aletargamiento pero el germen sigue vivo. Me dejó crecer con la mente limpia, no mamé el resentimiento, ni la rabia, ni la ira del vencido. Cercó el dolor de la derrota en él, el vivir diario de la revancha de los ganadores, sus reiteradas noches en el cuartelillo a lo largo de los años cuando su boca rebelde saltaba a la provocación.

Firmó el armisticio sin cierres falsos, cuando algún familiar en mi presencia comenzaba el tema y él zanjaba lacónico.

- Eso no es asunto que convenga hablar.

Renunció a legarme su sentir duro y penoso, quizá para que yo, como hoy en una tarde de septiembre contemple desde mi ventana, mientras miro los árboles mecidos por el viento fresco y seco que huele a otoño, medite silenciosa, como él.

Quizá porque quiso que entendiera con la distancia del no ha padecido que las ideas de uno u otro bando que terminan en una contiendan dejan de ser tales, para convertirse en el jinete pálido, asolador de inocencias y vidas que arrastra a la locura colectiva, donde las bases que sustentaban éstas quedan entenebrecidas para desatar venenos e instintos ancestrales que estaban encarcelados por el razonamiento.

Quizá para que comprendiera que una guerra justificada o no, cuando termina, termina y solo debe quedar la memoria de la enseñanza para no repetirla.

Quizá para que yo, ahora odie como odio todo tipo de violencia ya sea física, verbal o psíquica.

Quizá para indicarme que todas mis ideas, toda la fuerza de mis palabras deben ir encauzadas al consenso y al entendimiento entre los hombres.

Para convertirme en una mujer de paz con los esfuerzos que ello imponga.

Para que razone en toda su profundidad que si alguna vez me uno a una guerra, él sería derrotado de nuevo y vano su sacrificio.

El abuelo no me dejó herencia económica alguna, que esa como derrotado se perdió en la contienda pero me donó la incalculable riqueza del mensaje mudo de su silencio. Puedo imaginar su voz cadenciosa y breve mientras acariciaba mis trenzas.

- Fue mi guerra niña, no tu guerra.





Por la memoria, por su memoria, por mi abuelo.

jueves, 23 de abril de 2009

La esperanza de Awii

Nala alzó la mano para despedir a Awii subido en el destartalado autobús que cada mañana le conducía a la escuela de la misión.
Volvió sobre sus pasos hacia la vieja cabaña, quedó parada unos instantes y pensó que necesitaba arreglos urgentes, las paredes amenazaban desmoronarse.
Mientras se afanaba en la limpieza no podía dejar de pensar en la conversación de Awii durante el desayuno, un vaso de leche recién ordeñado de la única cabra que poseían, donación de una ONG y un trozo de pan sin fermentar.
Todas sus posesiones se limitaban a esa cabra y a lo poco que ganaba con la venta de la leche, eso y el reparto de víveres que de vez en cuando aportaba la ONU, pero Nala estaba contenta, otros estaban peor.
Le preocupaba Awii, era la única familia que le quedaba. Su marido y su hijo mayor fueron alistados a la fuerza hacia cinco años y habían muerto.
Sejé, su hijo de quince años salió hacia tres buscando un futuro hacia el Norte, hacia la tierra de la abundancia.
Tres meses atrás, uno de los amigos que se fue con él volvió. Él consiguió sobrevivir a la travesía pero fue deportado. Vio hundirse en el agua a Sejé intentando alcanzar la costa.
Nala no quería más desgracias y se aferraba al pequeño Awii temiendo que pudiera seguir los pasos de su hermano.
Esos sueños no eran buenos. Apartó las dos únicas sillas que costituían su mobiliario para pasar la escoba sin dejar de pensar en el último que le había relatado Awii esa mañana. Se veía volando sobre un inmenso campo de trigo verde, más allá frutales en flor y a lo lejos una casa acogedora de blanca fachada.
- Son solo sueños Awii - volvió a repetirle como cada vez que le contaba una de sus fantasías.
Nala lamentaba intentar refrenar la imaginación de su pequeño de ocho años, pero le angustiaba la idea de que más adelante quisiera seguir los pasos de Sejé. El contenido de los sueños de su hijo solo podía encontrarse al norte, al otro lado del mar y las ilusiones oníricas podían terminar lanzándole a él también a la desesperada escapada de la realidad que tenían.
Vakaga situada entre Chad y Sudán soportaba la entrada de refugiados complicando aún más la situación, pero Nala, con todo se consideraba afortunada pese a la escasez, Awii podía acudir a la escuela de la misión y varias organizaciones operaban en la zona.
Era importante que Awii supiese leer y escribir. Si adquiría estudios podía tener una oportunidad en el futuro de la República Centroafricana. Sabía de la desesperación de otros. Ellos al menos, subsistían.
- No son sueños, mami - le explicó Awii mientras mordisqueaba el pan - Descendí hasta el campo y arranqué varias espigas verdes junto con flores para ti.
- Debes quitarte Europa de la cabeza, tu hermano murió intentando alcanzar ese sueño - le regañó severa.
- Pero no era Europa - le había explicado con una amplia sonrisa su hijo - Era este lugar, reconocí las montañas.
- Acaba la leche, el autobús está a punto de llegar.
Terminó la limpieza de la pequeña pieza que hacía las veces de comedor y cocina y alzó la cortina que lo separaba del compartimento donde dormía Awii, levantó la colcha con intención de estirarla y un escalofrío la recorrió la espalda, temblorosa alargó la mano y levantó sin popder ceer lo que veía el ramillete que formaban varias espigas de trigo verde junto a flores silvestres.


Mariant Iberi.

jueves, 26 de marzo de 2009

HORA DEL PLANETA 28M 2O:30



  • APAGA LA LUZ UNA HORA CONTRA EL CALENTAMIENTO GLOBAL

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sábado, 14 de febrero de 2009

Un extraño sueño.

Un paisaje devastado. Es de noche y hasta donde alcanza la vista solo destrucción. De pronto, surgen dos torres con flourescencias azules, una más alta que la otra.
Intento llegar a ellas, sé que me acechan, algo gigantesco me persigue aunque no pueda verlo. Animales salvajes me salen al paso y consigo llegar a una hondonada del terreno.
Hablo con el viejo, le informo y sigo el avance. La tierra es blanda y tiene una grieta profunda, llego hasta el hombre que amo pero no consigo distinguir su rostro.
La casa está inundada de luz, todo aparece en orden, en su interior los niños estan bien, no hay ralación con la devastación externa, me asomo a la puerta, cuesta creer que estoy en el mismo lugar pero es cierto, fuera solo la oscuridad y a lo lejos las ruinas que he atravesado.

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